Cultivo en Laos: Mr. Don y el hombre salvaje

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22 Jul 2011

El primer consejo que me dio un compañero de viajes antes de ir a Laos fue: asegúrate de tener tiempo para viajar al sur". La ruta desde Vientiane en dirección norte es muy conocida y vale la pena visitarla pero, me dijo, el sur es mucho más bonito y más apacible. Sin embargo, como la mayoría de viajeros, me lo pasé tan bien en la mitad norte del país que hice caso omiso y no reservé tiempo suficiente para explorar el sur.


El primer consejo que me dio un compañero de viajes antes de ir a Laos fue: asegúrate de tener tiempo para viajar al sur". La ruta desde Vientiane en dirección norte es muy conocida y vale la pena visitarla pero, me dijo, el sur es mucho más bonito y más apacible. Sin embargo, como la mayoría de viajeros, me lo pasé tan bien en la mitad norte del país que hice caso omiso y no reservé tiempo suficiente para explorar el sur.

El primer consejo que me dio un compañero de viajes antes de ir a Laos fue: asegúrate de tener tiempo para viajar al sur". La ruta desde Vientiane en dirección norte es muy conocida y vale la pena visitarla pero, me dijo, el sur es mucho más bonito y más apacible. Sin embargo, como la mayoría de viajeros, me lo pasé tan bien en la mitad norte del país que hice caso omiso y no reservé tiempo suficiente para explorar el sur.

A pesar de todo, Laos había sido siempre mi país favorito del sudeste asiático, así que cuando volví otra vez a la zona conseguí un visado de treinta días y me dirigí al país a través de la frontera sur, cruzando de Mukdahan a Savannakhet. Pero no me detuve en Savannakhet, sino que cogí una mototaxi hasta la estación de autobuses y allí un camión que iba directo a las 4000 Islas...

Las 4000 Islas están en mitad del río Mekong y justo en la frontera sur de Laos con Camboya. Se llaman así porque ese es aproximadamente su número, durante la estación lluviosa el río puede alcanzar hasta los 4 km de anchura.

Como no quería pasar con nada por la frontera entre Tailandia y Laos, no me había llevado en este viaje mi propia hierba; la maría de Laos pasa por ser la mejor de la región, la hay en abundancia, por lo que no esperaba permanecer con los bolsillos vacíos más de 24 horas. No tenía por qué preocuparme: la mejor manera de conseguir un poco de material es hacer amistad con un par de tipos de allí y seguro que aparece tarde o temprano. No me equivocaba.

Cuando llegué a la isla elegida tenía hambre, por lo que deposité mis bultos en el primer restaurante que vi y pedí algo de comer. En el menú había elefante, evité pedirlo y me decidí por los viejos conocidos: pollo y arroz. Estaba aún esperando a que me lo sirvieran cuando dos laosianos maduritos, de aspecto tosco y descoloridos por el sol se sentaron a mi lado. Obviamente me estaban estudiando, pero tenían amplias sonrisas y una vieja botella de plástico llena de Lao Lao (un licor local hecho de arroz). Los tres nos entregamos al Lao Lao; compartimos el mismo vaso y yo di el primer trago.
"Joder, tío, qué fuerte es esto, ¿no?"
"¿Fuerte?", se rió uno de ellos...

Derramó un poco sobre la mesa de madera y lo encendió con su mechero... Prendió inmediatamente, él me miró y ambos nos echamos a reír.

Estaba casi borracho cuando pude retirarme, fui a alquilar una bicicleta y me di un paseo exploratorio alrededor de la isla. Era asombroso: pasaba a lo largo de estrechos caminos de tierra, atravesando patios, y tomé ciertos desvíos alrededor de unos campos de arroz ya secos. No se oía ni un solo motor en toda la isla. Las pocas casas de los alrededores eran grandes y espaciosas; estaban hechas de planchas de madera ennegrecida y edificadas sobre unos viejos postes de madera. La gente y los animales holgazaneaban debajo de las casas, protegiéndose del calor de mediodía (el reino de los perros locos y los ingleses). Por todas partes había grandes y viejos árboles frutales y macizos de bambú de 7 u 8 metros de altura. Alrededor de jardines y arrozales había pequeños refugios de bambú, y no había rastro de televisores o radios por ninguna parte. Unos trozos de chapa, la mencionada bicicleta y algunos estéreos moribundos parecían ser los únicos objetos que separaban a esta isla de los días de la revolución agrícola. Era un auténtico "viaje", como de tripi: un alejarse de todo, hasta del tiempo.

Me sentía cómodo, en paz, y un poco borracho, cuando decidí pasar los treinta días del visado en aquellas islas... Y cuanto más tiempo pasaba allí más amistad hacía con los nativos; pude pillar material sin ningún problema (allí todos fumaban más o menos abiertamente). Fue después de unos diez días cuando Mr. Don, uno de los tipos con quienes me emborraché el primer día, me otorgó su confianza y me habló de la cosecha que tenía plantada en una de las otras islas. Me preguntó si me gustaría salir en barco con él para echarle un vistazo: "Maldita sea, tío ¿Cuándo nos vamos?"

Al día siguiente golpeó en la "ventana" trasera de mi cabaña de bambú, sonreía furtivamente, me saludó con un movimiento de cabeza y comprendí que estábamos listos para partir. Le seguí hasta la orilla del río, donde embarcamos en una pequeña lancha y navegamos a través del laberinto de islas que poblaban el río. Tras unos quince minutos atracamos en el extremo de una de ellas, y mi compañero amarró el bote a un viejo arbusto. Me dijo que saliera del barco y entrara en la isla atravesando el arbusto; trepé por él, salté a la orilla y me encontré cara a cara con un hombrecillo laosiano de aspecto salvaje, casi desnudo, que estaba agachado justo frente a mí; sonreía de oreja a oreja, empuñando un gran machete, y llevaba un tosco dibujo de un tigre tatuado en el pecho. ¡Se echó a reir ante mi cara de susto! Mr. Don me siguió a través del arbusto y seguimos recorriendo la selvática isla, esquivando los nidos y caminos de hormigas gigantes mientras nos dirigíamos hasta un claro en el centro, siempre precedidos del hombrecillo salvaje y sonriente machete en mano...

Al abrirse el claro frente a nosotros, pude ver varias plantas hembra de aspecto muy saludable las cuales, calculé, llevaban como un mes del periodo de floración. Justo en el centro de la plantación se encontraba un macho con forma de huso cuyos hinchados sacos de polen estaban a punto de reventar; ¡la plantación estaba dispuesta como si intentaran realmente que todas las hembras se pusieran a echar semilla!

Le pedí al salvaje su machete, pareció algo desconcertado pero Mr. Don le dijo que lo hiciera y yo cogí y corté el macho de la tierra. Se quedaron confusos. Pasé los siguientes diez minutos explicando la diferencia entre plantas macho y hembra, por qué los machos son malos porque hacen porquerías con las plantas hembra y entonces las hembras hacen bebés (la semilla es el bebé y los bebés no se fuman). Utilizando un palo hacía dibujos en el suelo para apoyar mis explicaciones sobre las técnicas de la polinización. No podían comprender el hecho de que las plantas pudieran ser machos o hembras, era para ellos un concepto totalmente nuevo. Les dije que yo creía que las plantas, que eran sativas puras, debían seguir allí al menos otras seis semanas, y esa cantidad de tiempo también les sorprendió.

Mr. Don no quería llamar la atención sobre sus plantas yendo a verlas demasiado a menudo, sobre todo en compañía de un blanco, de modo que lo mantuvimos en secreto. Mi visado no iba a durar lo suficiente como para ver todo el proceso de floración, por lo que tres semanas después regresé a Tailandia para comer algo de comida decente y hacer algunas compras... Compré unas cuantas latas de judías, tres cajas de papelillos king size, y bolígrafos, lápices papel y calculadoras solares para la escuela de la isla. Tras unos ajetreados días en Bangkok ya estaba de vuelta en la isla con un saco pesadísimo y un nuevo visado de treinta días.

Estos nuevos treinta días consistieron en descansar y esperar. Ya conocía la isla bastante bien, y me convertí en una especie de guía no oficial para unos cuantos viajeros que había por allí (la mayoría había llegado para pasar un par de días, pero casi todos acabaron prolongando todo lo posible su estancia, porque el lugar era extraordinariamente relajado: la única tecnología allí provenía de los teléfonos móviles, la electricidad generada a base de baterías, los estéreos agonizantes y los motores traseros de las lanchas...) Era un sitio donde se podía fácilmente dejar pasar los días y las semanas descansando en la hamaca y explorando todos los rincones de la isla en una bicicleta vieja.

Durante esa estancia Mr Don me pidió que le hiciera el favor de ir a ver las plantas, y me dijo que quería que llevase conmigo a un par de viajeros con quienes había hecho amistad -"Con mucho gusto, amigo"-. Los tres pedimos prestado un viejo bote y unos remos, y dijimos a los demás que salíamos a pasar la tarde en el río. El río había cambiado en las semanas transcurridas desde que estuve allí -el nivel había descendido y la vegetación de las islas se secaba por el calor de la estación seca... El cambiante escenario, junto con mi nebulosa memoria, se confabularon para que nos perdiéramos lamentablemente entre la maraña de islas, y encalláramos varias veces. Nunca encontramos las plantas; los otros dos tipos estaban algo decepcionados, pero nos echamos unas buenas risas con los problemas en que nos metimos sobre las rocas del lecho del río. Bueno, por lo menos yo.

A pesar de la falta de relojes, el tiempo seguía pasando, y tuve que volver a Tailandia a por otro visado antes de que las plantas estuvieran listas (otra ocasión para traerme más latas de judías, papelillos, lápices, papel y calculadoras). De vuelta entre los viejos amigos de Bangkok, no pude resistirme a contarles a algunos mis ocupaciones en Laos (todos éramos amigos con gustos parecidos) y yo esperaba que alguno de ellos viniera conmigo durante una o dos semanas, especialmente porque les había prometido un poco de el mejor material que pudieran imaginar). Una de mis colegas me dijo que pensaba ir, pero que debía esperar un par de semanas...

De regreso en la isla las cosas se empezaban a poner emocionantes: las grandes cosechas camboyanas estaban ya cruzando la frontera y no era raro tropezarse con pequeños camboyanos caminando con sacos al hombro; vendían su hierba a 21 dólares el kilo, era hierba todavía húmeda y llena de semillas, pero ¡21 dólares el kilo! A uno de ellos le compramos un kilo, separamos los cogollos todavía húmedos que habían sido aplastados apretadamente, los secamos a la sombra durante unos días y después retiramos todas las semillas, de modo que tuvimos abundancia de hierba de buena calidad mientras esperábamos que prosperara nuestra cosecha...

Todavía faltaba más de una semana, o eso creía yo, para el final de la espera, cuando Mr Don volvió a llamar a la ventana de mi cabaña. Eran como las siete de la mañana; parecía un poco preocupado y quería que me fuese con él:

"Nada, tío, es demasiado pronto, tienes que dejarlas otra semana".

Sacudió la cabeza...
"No puedo, viene gente, roba dos plantas, solo quedan cuatro"

"¿Qué?"

Él se rió...

"No pasa nada, tengo cosecha más grande, más plantas..." Alzó el puño y se puso la mano alrededor del antebrazo para indicar el tamaño de los tallos, "No te lo había dicho antes".

Me puse los pantalones de un salto y le seguí por el jardín hasta la selva de la isla. Cuando llegamos a la última casa, al final del camino, me condujo escaleras arriba, donde las plantas habían sido amontonadas unas encima de otras. El hombrecillo salvaje también estaba allí, todavía con su salvaje sonrisa, pero esta vez sin el machete. Ambos parecían increíblemente orgullosos de sí mismos. Mr. Don arrancó una rama de una de las plantas, envolvió la punta entre su pulgar y su índice y entonces, con mucha agresividad, empujó la rama a través del estrecho agujero que formaba su mano, arrancando todas las hojas al hacerlo, espachurrando los cogollos y llevándose de paso una buena porción de los preciosos tricomas;¡no podía creerme lo que veía! Todavía sujetando la rama, me cogió de la muñeca y me condujo otra vez al patio... Desmenuzó un cogollo, lo colocó sobre una piedra plana, cogió otra piedra y lo golpeó hasta convertirlo en una húmeda masa verde, siempre muy orgulloso de sí mismo. Me dijo que lo liara y lo probara. Lo hice, pero me reía de él mientras sacudía la cabeza:

"No va a prender, no está seco, necesita secarse..."

Envié al confundido Mr. Don otra vez arriba a rescatar el resto de las plantas antes de que el salvaje se pusiera a trabajar destrozándolas. Les enseñé cómo colgar las plantas e insistí en la necesidad de tratarlas con cuidado... Eran plantas grandes, pesadas, parecían tener como un kilo las más pequeñas y las grandes el doble; en total eran unas diez.

Mr. Don arrancó una rama con buena pinta de una de las plantas más grandes y me la dio para que me la llevara a mi cabaña. Le dije que la utilizaría como indicador de tiempo, y que cuando estuviera perfectamente seca le avisaría para que empezáramos a podar y recortar el resto. No tuvimos que esperar mucho (el calor y la brisa del río secaron la rama en cinco días). Me llevé mis dos pares de tijeras de uñas, volví a la casa y me volví a encontrar con el salvaje. Nos pusimos a trabajar hasta que acabamos con toda la cosecha... Era un material magnífico, sin una sola semilla, ya dudaba de que la semana que faltaba hubiera significado mucha diferencia: estaba completamente madura, era pura sativa, sinsemilla orgánica cultivada bajo el sol tropical y fertilizada con abono local de pollo. "¡Leed y llorad, amigos!" Después de recortar un par de plantas con aquellas patéticas tijeras teníamos las manos entumecidas y decidimos dejar el trabajo por ese día y pasar las horas siguientes flipando bajos los plátanos. Fumar en ese entorno aumenta el colocón de sativa. Me dieron varias bolsas para vendérselas a otros viajeros afortunados, yo no lo tenía muy claro pero me aseguraron que no encontraría problemas...

De vuelta en Bangkok, me encontré con la amiga que me había prometido venir un mes antes:

"¿Qué te ha pasado?"

"Sí, perdona, colega. Me quedé aquí colgada y llegué allí tarde. Esperaba que siguieras allí. Acabo de volver. ¿Conoces a un tipo llamado Mr. Don? Tiene una hierba jodidamente buena".

Me reí: "Si, tía, esa es la mierda de la que te había hablado".

"¿En serio? No se lo digas a nadie, pero me he traído un kilo, le voy a sacar una buena pasta. Dentro de un par de semanas me volveré a por otro kilo".

"Ten cuidado, nena".

Era una chiquita Tai muy astuta, no me preocupaban demasiado sus trapicheos entre las dos fronteras, ella conocía los riesgos y las reglas del juego. Esa fue para mí la guinda del pastel: había tenido allí una experiencia única, había ayudado a una pareja de nativos a mejorar económicamente en un país muy pobre, una de mis mejores amigas Tai se estaba forrando gracias a la cosecha y varios de mis colegas de Bangkok iban a probarla gracias a sus esfuerzos...

Dos años después regresé al sudeste asiático y quise ir a ver cómo le iba a Mr. Don; tenía curiosidad por saber si habían ampliado su actividad y tenía también la esperanza de encontrar material mejorado. Conseguí localizarle con cierta facilidad, había construido un gran restaurante nuevo gracias al dinero de los turistas por los frutos de su cosecha y sus hijos holgazaneaban por allí viendo películas en aparatos de DVD portátiles y disfrutando de un montón de lujos inaccesibles para los demás niños de la isla (sentí una punzada de culpabilidad al verlo). Pregunté a Mr. Don si tenía algo de hierba para compartir y me dio un puñado de mierda llena de tallos y semillas....

"¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado?"

Se encogió de hombros y exhibió su furtiva sonrisa.

"¿Te llevo mañana de pesca?"- me dijo, con un sutil movimiento de cabeza.

"Eh.., vale, dame un grito cuando estés listo".

Pregunté por su amigo, el hombre salvaje, y se puso serio; me dijo que ya no eran amigos porque el salvaje había enloquecidos por culpa del Lao Lao y había empezado a pegarse con gente y a provocar problemas. Lamenté escucharlo, me había llevado bien con el tipo a pesar de nuestra total falta de comunicación verbal.

Al día siguiente apareció y me pidió que estuviera listo para salir por la tarde, para pasar la noche fuera. Esta vez navegó por el río sus buenos treinta minutos antes de que alcanzáramos nuestra meta: otra isla mucho más alejada de la nuestra. Me contó que era la isla de los pescadores y que yo era el primer forastero en pisarla... Por allí pululaban unos cuantos pescadores, algunos me echaron una ojeada cautelosa y otros se acercaron alegremente a estrecharme la mano. Mr. Don me condujo a una pequeña plataforma de bambú donde el cabecilla de los náufragos locales, un tipo al que reconocí de la isla donde nos alojábamos, estaba pegado a un bong de bambú; tenía muy mala cara y estaba tumbado, sonriendo y con los ojos vidriosos, sobre el suelo de la plataforma, pero cuando me vió regresó a la vida y entre Mr. Don que empujaba y él que tiraba, en un abrir y cerrar de ojos me encontraba en la plataforma junto a él y su bong. Viendo el estado en que se encontraba, me daba cierta aprensión dar una calada al bong (hacía años que había dejado los bongs, pero no estaba precisamente en situación de rechazarlo).

El tipo me la llenó; yo cogí el mechero y le dí caña... Quité el dedo del orificio y el humo descendió por mi garganta con tanta suavidad como un vaso de Baileys tras una caminata por el desierto. Mr. Don preguntó qué tal estaba:

"Bien, tío. ¡Bueno, muy suave!"

Él se rió y lo tradujo al pequeño grupo que se había reunido para ver al blanco fumando la pipa de agua; todos estallaron en risas y empezaron a charlar entre ellos. El cabecilla recargó de nuevo el bong y ambos tomamos un poco más (yo insistía para que el diera una calada por cada una que daba yo y después de unas cuantas nos convertimos en la diversión de la tarde para la creciente multitud de pescadores. Yo ya estaba saturado después de varias caladas cuando un nativo joven, pulcro y guapo apareció -había oído todo el revuelo pero llegaba demasiado tarde-. Yo estaba hecho polvo y no pensaba seguir fumando solo para divertirle... Negocié con él: le dije que daría otra calada si él lo hacía después, él no quería, pero tan pronto como mencioné la idea el resto de pescadores empezó a animarle con risas y palmaditas en la espalda -ahora ya no había forma de que nos libráramos ninguno de los dos-. Cogí mi bong, lo sujeté, lo disfruté, exhalé y después lo recargué para el recién llegado...Tampoco quería darle la puntilla, por lo que rellené la cazuela sólo hasta la mitad y le dije que mantuviera el pulgar sobre el orificio y apretara. No creo que aquel tipo hubiera fumado nada antes, especialmente bongs, porque inhalaba tan fuerte como si fuera su primera bocanada de aire después de haber estado bajo el agua cinco minutos. La hierba de la cazuela se quemó tan rápido que no tuvo tiempo para quitar el pulgar del orificio antes de que la ceniza fuera absorbida por el agua y el aire de dentro y el humo alcanzara sus pulmones a una velocidad de vértigo. El pobre tipo explotó en una desesperada serie de toses, resoplidos y humo hasta que por fin salió corriendo por la pequeña pendiente que llevaba a la orilla del río y empezó a echarse litros de agua por la garganta. El resto del grupo se reía, unos pocos bajaron a darle palmaditas y felicitarle, y yo salté de la plataforma para darle la mano y asegurarme de que se encontraba bien (lo estaba, pero acababa de entrar en el viaje de su vida). Sus ojos de insecto giraban y se reía con todos los demás, ¡pero no tenía ni idea de lo que acababa de meterse!

Cuando cesó todo el alboroto, Mr. Don me pidió que le siguiera: estaba a punto de oscurecer y quería enseñarme algo... Le seguí a través de los árboles y justó cuando nos acercábamos al refugio donde íbamos a dormir, me detuvo:

"Mira"
"¿Qué?", dije mirando alrededor.
"Mira", volvió a decir señalando al suelo.

Miré hacia abajo y comprendí que estábamos en medio de una plantación de unas sesenta pequeñas plantas de maría...

"El año pasado tuvimos más problemas de seguridad, nos robaban las plantas, no confianza y mucha pelea, malo para la isla. Este año todos cultivamos juntos, todos compartimos, bueno para la isla, bueno para todos".

Yo estaba en una nube, el sentimiento de culpabilidad que me había molestado al ver el tamaño de su nuevo restaurante y los juguetes de última tecnología de sus hijos, desapareció; ahora toda la comunidad estaba junta en esto...

"Hablabas de la seguridad, pero ahora hay mucha gente que lo sabe, ¿qué pasa si alguien habla? ¿No te preocupa la policía de Laos?"

Mr. Don exhibió su habitual sonrisa furtiva, seguíamos de pie en mitad de la joven plantación...

"Yo soy la policía de Laos"

Esa fue una bomba que no me esperaba. Me burlé con incredulidad y el se rió de mí...

"Está bien, no hay problema", me dijo disfrutando de su definitivo momento de gloria.

Aquella noche unos doce de nosotros colgamos nuestras hamacas bajo el pequeño cobertizo hecho de postes de metal y chapa, restos de la guerra de Vietnam. Estuvimos fumando largo rato y escuchando Hallucinogen - The Lone Deranger por mis pequeños bafles (un anciano en particular estaba feliz, contemplaba los altavoces y le veía flotar con cada sonido que salía de ellos). Cuando terminó el disco me miró con ojos de colocón feliz y una gran sonrisa, me dio un firme apretón de manos y no dijo una palabra, sólo mostró su aprobación, antes de que todos nos quedáramos fritos al arrullo del ruido de la cascada que había unos cientos de metros más lejos.

 

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