Crónica del registro para adquirir cannabis estatal en Uruguay

Soft Secrets
02 Oct 2017
El 2 de mayo comenzó el proceso para comprar marihuana en las farmacias de Uruguay. Aunque será en julio cuando ocurra el acceso a los diez gramos semanales, según el gobierno, que viene cambiando las fechas desde hace dos años, los usuarios ya pueden anotarse. Simplemente llevando su identificación, sus diez dedos y una factura, pueden acceder hasta 10 gramos de cannabis. “Los tiempos cambian”, parece una obviedad, un mantra repetido hasta el cansancio a través de los grandes medios de comunicación que asocian este determinismo cronológico a la carencia de valores, a la sensación de inseguridad o tantos otros discursos autoflagelantes que repican en las sienes de los ciudadanos. Salgo de mi casa y me sumerjo en la dinámica lenta, estoica de un típico barrio de Montevideo apenas alejado del centro de la ciudad. Es exactamente mediodía y un sol pletórico le da batalla al inminente y grisáceo invierno de las costas del Río de la Plata. El trayecto a recorrer es corto, la oficina de Correos del Uruguay más cercana a mi casa se encuentra a poco más de cinco cuadras. En cambio, el camino recorrido para que este día dirija mis pasos hacia la oficina pública de correos fue largo y empedrado. Me sorprende una cierta ansiedad —que creía perimida— que se incrementa a medida que me acerco a mi objetivo, que poco tiene que ver con el retiro de un paquete sino más bien con la certeza de “regulados” paquetes futuros. Voy a registrarme en calidad de adquirente de cannabis, para acceder a 10 gramos de marihuana de producción estatal semanales, en la medida en que lo necesite o desee, en las farmacias designadas como expendio, de acuerdo a la ley nº 19.172, promulgada el 20 de diciembre del 2013. Crónica del registro para adquirir cannabis estatal en Uruguay No puedo evitar recordar algunas de las tantas veces que caminaba por estas y otras calles, por lo general a oscuras, para encontrarme con un “transa” que me proveía de un cannabis prensado de origen paraguayo, con fuertes aromas a amoníaco y otras sustancias que contrastan en la nariz con los perfumes que se desprenden de las reuniones alrededor de los bares y parques montevideanos por estos días. Si bien hace tan solo dos semanas se liberó el registro de consumidores de cannabis, desde que sorpresivamente se incluyó el tema en una lista de medidas de seguridad del expresidente José Mujica en el año 2013, todos los consumidores nos fuimos sacando prejuicios sobre nuestro hábito. Nos animamos a plantar, a descubrir que la marihuana era un producto de infinita mejor calidad y más natural de lo que conocían nuestros paladares y empezamos a distinguir sabores, variedades, distintos efectos. Se instaló el tema arriba de la mesa familiar, en el trabajo, y comenzamos a defender en todos los mostradores esa propuesta todavía difusa y osada, que puso al país otra vez bajo la atenta y severa mirada del mundo. De a poquito, salíamos del clóset. Hoy me di cuenta de que dejé atrás el último prejuicio como consumidor de marihuana y tal vez el más difícil de despojar: el de la autopercepción. Para cualquier treintañero que comenzó a pitar en su adolescencia, son muchos años, demasiados, de vernos reflejados en los ojos de la sociedad como unos “drogadictos”, “enfermos” o “faloperos” como se catalogaba aquí grosso modo —y despectivamente— a los consumidores de sustancias que no están reñidas con las buenas costumbres sociales, como el alcohol o el tabaco. Al entrar en la pequeña oficina me siento a esperar mi turno con cuatro personas por delante. Una funcionaria desde la otra punta del recinto consulta a viva voz a los presentes qué tipo de trámite venían a realizar. Los dos primeros, ancianos ellos, corearon que venían a buscar un paquete. El tercero en la fila, un joven cadete con el casco de su motocicleta en una mano y un paquete en la otra, hizo un gesto inequívoco de que venía a dejarlo. El que estaba a mi lado, más joven aún, replicó que venía a buscar una compra que había realizado por internet. Me tocó a mí y no fue tan fácil como lo imaginé, sentí una escalofriante regresión a la adolescencia, a la farmacia repleta y a mi cara de pánico ante una farmacéutica apurada que descifró y repitió airadamente el pedido apenas audible de: “¡preservativos!, ¿de cuál te doy?” mientras desplegaba todo su arsenal de profilácticos en el mostrador antes de que yo pudiera insinuar un “¡dame cualquiera, dame cualquiera!”. Tuve que gritar desde el fondo con voz firme y clara: “¡cannabis!”. Para mi sorpresa ninguno de la fila de espera se dio vuelta a mirarme, no obtuve ni la mirada reprobatoria de los mayores, ni la mirada cómplice de los jóvenes; escudriñé a la funcionaria buscando guiños con sus colegas, no obtuve nada de lo que mis prejuicios me sugerían, la palabra cannabis ya no causa siquiera curiosidad para estos funcionarios estatales, tampoco para los vecinos del barrio. En el mismo mostrador, mientras tomaban los datos de un paquete al joven cadete, realizaban mi registro de adquirente de cannabis. El trámite demoró algo menos de cinco minutos, me pidieron el documento de identidad (donde se demuestra mi mayoría de edad y mi nacionalidad, dos requisitos excluyentes) y la constancia de domicilio a mi nombre, una factura de teléfono, electricidad o agua (servicios a cargo del Estado en Uruguay). En caso de no tener una, se solicita una constancia de domicilio que se obtiene en la seccional de la policía más cercana, trámite por demás habitual para servicios varios, postulaciones y certificados. Siempre es bueno evitar ir a la policía de cualquier manera. El cuestionario de la funcionaria para el registro fue por demás breve y básico. Se me consultó en primera instancia si estoy integrado a algún sistema de salud. Ante la afirmativa, preguntó si el mismo era público o privado, mientras consentía de alguna forma que yo espiara su monitor para husmear el programa de registro. La próxima pregunta fue mi nivel educativo, con sus tres categorías y sus dos posibilidades: completa e incompleta, siendo esta última la preferida del currículum de mi generación. Culminó el interrogatorio con una cuestión más simple aún: “¿de qué barrio sos?”. Eligió la opción, y a la acción. Comencé a hacer rodar mis huellas dactilares en un muy pequeño escáner que iba registrando mis yemas una por vez. Códigos extrañísimos que nos individualizan. El cadete seguía atentamente el trámite mientras firmaba una boleta y le consultó a otra funcionaria sobre la demora del registro, requisitos, etc. La explicación recibida fue muy completa de parte de la empleada del Correo, remarcando que no era necesario utilizar documentos de identidad en las farmacias, solo alguno de nuestros dedos, y hasta se animó a conjeturar que “a mediados de julio ya va a estar en las farmacias”. Yo recibía el ticket (sin firmas, ni fotografías), el muchacho se alistó detrás de mí y me retiré con la certeza de que el número de adquirentes de cannabis que verifiqué en la web antes de salir de casa tenía dos compatriotas más para sumar a los 3.050, que desde el 2 de mayo recibieron un ticket de adquirente de cannabis estatal; un ticket que resta clientes al narcotráfico y asegura a los consumidores estándares de calidad y seguridad para obtener su cannabis. Los tiempos cambian y las percepciones de uno mismo y su sociedad también. Por suerte. por Mateo Butin
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